Domingo en la Iglesia de Perquín

Era Domingo. No, no me refiero al séptimo día de la semana. Era una persona de carne y hueso, un hombre de tez morena con pecas en el rostro que delataban una larga vida de trabajo bajo el sol. Domingo parecía estar entrando a la vejez física pero dejando atrás la espiritual. En sus ojos pude leer la única verdad que existe en su interior: su Verdad.

Era nuestro último día en Morazán. Decidimos dar una última vuelta por Perquín, conocer un poco más sus alrededores. El calor aún se sentía en el tibio aire pero era soportable. Desde un principio supe que aquel viaje sería purificador pero jamás me imaginé cuánto significaría para mí, incluso en estos días.

Morazán: tierra de luchas y luchadores, tierra de Oriente cuyas raíces absorbieron la sangre de los inocentes y los culpables. Al cruzar el río Torola, al sumergir mis pies en el agua fría del río Sapo, me di cuenta del peso de la historia, del peso de la impunidad y el olvido. Esa carga que todos y todas las salvadoreñas deberíamos ayudar a aliviar pero que se vuelve cada vez más grande, más insoportable y que provoca que nos hundamos en una guerra social que parece estar en un punto irreversible.

A Domingo nos lo encontramos en la pequeña iglesia de Perquín, frente al parque. La Iglesia estaba desolada, quizá solo los invisibles espíritus en pena rondaban por ahí. La única luz era la que el flamante sol brindaba. No soy muy religiosa, hace mucho tiempo que abandoné las convicciones católicas que moldearon mi infancia pero no hay nada más religioso, más santo que sentarse un rato —libre de prejuicios— y escuchar al prójimo.

¿Quiénes son el pueblo? Siempre me hago esta pregunta. Pueblo: un término político para referirse a números y estadísticas electorales vivientes pero jamás a humanos con dignidad propia. Somos simples números e instrumentos para el político farsante que se atreve a glorificarnos, a escupirnos falsas promesas. Pero mi pueblo no es ese, no. A mi verdadero pueblo aún lo estoy descubriendo, mi pueblo es vitalidad.

¿Querés conocer a tu pueblo? Salí y escuchalo. No hay otra forma ni manera. No importa cuántos libros leamos siempre hay historias que no se cuentan, siempre hay hechos que se entierran en lo más profundo de las entrañas de a lo que muchos llaman patria; «ese conjunto de leyes, una maquinaria de administración, un parche en un mapa de colores chillones», como diría Salarrué.

Entonces Domingo habló…

Una voz suave, lenta y con el marcado acento «morazánico». Trabajaba como agricultor en la época de la guerra. Solía regresar tarde en la noche a su hogar en donde sus hijos y esposa lo esperaban.

Recuerdo pedazos de su historia, vagamente. Pero más que todo recuerdo sentir, sentir demasiado. Sentí que de su boca salía la historia de todos y de nadie, a la vez. Mi recuerdo más grato es estar a su lado y observar como sonreía cuando contaba una historia que relataba, con tanta emotividad, su experiencia muy cercana a la muerte en una noche en la que una furiosa tormenta inundó las calles. Le rezó a ese dios que a muchos nos ha abandonado (pero que a otros como él, no) y logró sobrevivir. Aún tengo grabada su sonrisa en mi mente mientras contaba que «para celebrar me compré unos guineos majonchos. Bien feliz iba. Le llevé a mi familia también». Y se carcajeaba mientras sus diminutas manos jugaban con la gorra que hace un momento llevaba puesta sobre su cabeza.

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Domingo (y alguien más)

Jamás había visto a alguien tan alegre por unos guineos majonchos. ¡Unos guineos majonchos!

Domingo, siempre me acordaré de usted. De su noble sonrisa, de su desinteresada y fantástica narración. Estoy segura de que el Universo trabaja para ponerme personas como usted en mi camino, para darme cuenta de que no todo está perdido y de que las heridas históricas aún pueden tratarse no importando que quede alguna cicatriz. Toda cicatriz es señal de sanación, al final.

Domingo, prometo escuchar a mi pueblo más a menudo. Prometo comprar y comer guineos majonchos en su honor.

Aquel día fue la primera vez que salí de una iglesia sintiéndome renovada y con la verdadera satisfacción de haber escuchado al prójimo que, quizás, le rezaba a su dios por que alguien lo escuchara.

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